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Edward Gorey permanecía sentado en su sofá de cuero negro dividiendo la mirada entre el diario de ese día y sus gatos, su única compañía. Le habían recomendado reposo absoluto, tres días antes había sufrido un inoportuno ataque al corazón. De pronto sonó el timbre. Gorey se levantó con dificultad, dejó el diario en el piso y caminó hasta la puerta, sus gatos lo escoltaban, lo seguían a todas partes, como cuidándolo. Al abrir la puerta, encontró a su vecino que había terminado de arreglar un problema eléctrico y le reclamaba su tarifa: 20 dólares. Ante la petición del electricista, Gorey lo miró a los ojos y comenzó a sudar, perdió el color del rostro y luego empezó a temblar hasta caer repentinamente al piso. Su vecino, al tanto de la fama de excéntrico de Gorey, pensó que estaba bromeando, esbozó una sonrisa, hasta llegó a pensar en bajar sus honorarios y se limitó a observar con perplejidad la supuesta representación hasta el final.
Quien se sostenía a la vida en la puerta de su casa era Edward Gorey, uno de los autores-dibujante más originales e interesantes de la segunda mitad del siglo XX. Paradigma de lo macabro y lo bizarro, publicó casi un centenar de libros e ilustró otros sesenta. En sus inicios la autogestión le permitió sortear la falta de acceso editorial de la década de los cincuenta en Estados Unidos. Las peculiaridades características de sus primeras obras (libros diminutos completamente diseñados a mano desde la primera a la última página y de escaso tiraje; a veces de no más de doscientos ejemplares), pensadas como una labor de orfebrería tanto editorial como gráfica y lingüística que revelan todos sus trabajos, a los que se agregan los trazos de una extravagante biografía, tan interesante como la de cualquiera de sus personajes.
Edward St. John Gorey –Ted, para sus cercanos–, nació en Chicago el 25 de febrero de 1925. Su padre, periodista de un diario de la ciudad, se divorció de su madre cuando Edward tenía once años y volvió a contraer nupcias con ella nuevamente cuando el retoño cumplió los 27 años (en ese paréntesis, el padre estuvo casado con Corinna Mura, una cantante de cabaret que tiene una breve aparición en la película Casablanca, en el Rick’s Café interpretar apasionadamente “La Marsellesa”).
Gorey decía que aprendió a leer a los 3 años de edad, y que a los 5 ya había leído dos libros decisivos para su formación: Drácula y Alicia en el país de las maravillas. A los 7 se sumergió en Frankenstein, a pesar de los párrafos que lo aburrieron mortalmente, “no se me había ocurrido que pudiera saltarme nada”, declaró en una entrevista del Washington Post en 1978. A los 8 había terminado las obras completas de Víctor Hugo. Pronto se convirtió también en un apasionado de Agatha Christie, de cuyas obras podía disertar largamente.
Su única educación artística formal fue en 1942, cuando ingresó en un curso de un semestre en el Art Institute de Chicago, pero al año siguiente fue llamado al ejército. Pasó los tres años siguientes como militar–Bartleby: lo mandaron de oficinista al campo de pruebas de Dugway, Utha, de oscura fama en Estados Unidos por sus numerosas pruebas con morteros y gases tóxicos. Terminado el periodo militar se matriculó en Harvard para estudiar filología francesa. Cuando se graduó en 1950, no tenía muy claro qué hacer: “Quería tener una librería, hasta que trabajé en una. Después pensé hacerme bibliotecario, hasta que conocí a unos cuantos que estaban locos”, declaró al diario Boston Globe en 1988. En Boston vivió tres años, entre 1950-53, en esa época se dedicó a escribir los versos que se incorporarían a su segundo libro, The listing Attic (El desván listado).
En 1953, Gorey juntó las carpetas de sus dibujos y se fue a Nueva York. Ahí encontró trabajo como director artístico de la línea de libros de tapa blanda de la editorial Doubleday, en la que permaneció siete años diseñando portadas muy llamativas con sus propias ilustraciones y sus rótulos caligrafiados. Fue en esa época cuando Gorey comenzó a trabajar por las noches en sus propios libros. Buscó publicar su trabajo, pero no encontró interesados. Cuando presentó con entusiasmo en las oficinas de Simon & Schuster el original de The Loathsome Couple, el editor lo rechazó horrorizado diciendo que no tenía nada de gracioso. La historia de dos amantes insatisfechos que solo obtienen placer asesinando niños estaba basado en el caso policial de una pareja británica de asesinos que fue capturada al dejar caer varias fotos con muestras de “su trabajo” en un autobús. “Bueno… no se suponía que tenía que ser divertido; que reacción tan singular”, comentaría Gorey años después.
Esta falta de interés por su obra animó a Gorey a fundar su propia editorial, Fantod Press, cuyos tirajes mínimos le permitían encargarse a él mismo de la distribución, vendiendo los ejemplares directamente a las librerías. Su primera y curiosa novela ilustrada, The Unstrung Harp (El arpa sin encordar) apareció ese mismo año, seguida de obras como The Dubtfoul guest (El invitado incierto de 1957), especie de alma mater para lo que sería la ochentera serie Alf, o The Object Lesson (El ejemplo práctico, de 1958).
Gorey abandonó Doubleday en 1959 para dedicar los siguientes tres años a trabajar como editor y director artístico de la colección Looking Glass de Random House, en la que además publicaría su primer libro a color: The Búho book, (“El libro de los bichos”, en 1960). Tras una corta estancia en Bobbs–Merril en 1963, y viendo que cada vez le llegaban más encargos, Gorey empezó a ganarse la vida únicamente como ilustrador free lance. Sus propias creaciones, sin embargo, no alcanzaron gran tiraje y circulación, hasta que en 1972 la editorial Putman publicó la antología Amphigorey (el título viene de la palabra amphigory, o amphigouri, que hace alusión a un verso o composición carente de sentido, que modifica el final agregándole su apellido), cuyo éxito permitió la aparición posterior de otras dos excelentes recopilaciones: Amphigorey too (1974) y Amphigorey also (1983). La popularidad de Gorey recibió un nuevo empujón gracias a sus innovadores diseños del vestuario y la escenografía para la versión teatral de Drácula en Broadway en 1977.
Desde que abandonó Harvard en 1950 y hasta el día de su muerte, Gorey siempre vivió completamente solo y nunca se le conocieron relaciones amorosas. Le gustaba pasear por Manhattan luciendo su extravagante apariencia, ataviado de pieles y con un sombrero de mapache en la cabeza, sus manos con grandes anillos y sus orejas con aros de pirata; todo, acompañado del inseparable mito sobre su sexualidad. En una entrevista de 1992 para New Yorker, Gorey que, sencillamente, no tenía interés en este tipo de temas, y se declaró “razonablemente asexuado”.
Amante incondicional del ballet, mantuvo simultáneamente un departamento en Nueva York y una casa en Cape Cod, a la que se retiraba cada vez que se terminaba la temporada de ballet en la ciudad, acompañado de sus cinco gatos: Agrippina, Fujuisubo, Kanzuke, Kokiden y Murazake (la mayoría de ellos nombrados en honor de los personajes de Historia de Genji, de Murasaki Shikibu, uno de sus libros favoritos). Cuando el coreógrafo George Balanchine murió en 1983, la ciudad perdió su encanto y decidió abandonar Nueva York definitivamente; entonces se instaló en una casa del siglo XIX en Yarmouth Port, la que pronto amenazó con derrumbarse debido al peso de sus miles de discos de vinilo, libros y cientos de objetos propios de un coleccionista compulsivo. Tal vez dominado por ese mismo horror vacui que lo llevaba a cargar de detalles sus viñetas, atiborró su casa de calaveras, cruces celtas, osos de peluche, versiones del Mesías de Handel (su obra musical favorita), y láminas y posters de sus artistas preferidos.
Cualquiera que hubiera visto su destartalada vivienda, maltratada por los desmanes de sus cada vez más numerosa tropa de gatos, su jardín cubierto por la maleza, que crecía incluso dentro de la casa, habría podido pensar que se trataba de una casa embrujada. El mismo autor declaró en varias oportunidades que también él tenía sus sospechas, y relató anécdotas como la misteriosa desaparición de su colección de osos de peluche o la vez en que varios de sus gatos giraron simultáneamente la cabeza en una misma dirección, como si alguien acabara de entrar a la casa. Esa inclinación por lo macabro de la mayor parte de sus dibujos, y su estilo literario caracterizado por la vaguedad y la sugerencia, un modo grandilocuente y deliberadamente arcaico a veces trufado de galicismos y su actitud huidiza lo hacía disfrutar de la soledad y casi nunca le gustaba ir a abrir la puerta, a no ser que el visitante diera unos golpecitos con los nudillos en alguna ventana, fueron alimentando su fama de escritor huraño y extravagante.
Para sus más cercanos, este retrato no hace justicia al Gorey real, un hombre que vivía tranquilo sin tener demasiado contacto con la gente, pero por otra parte, participaba de un modo más o menos activo en la vida de su comunidad, comía frecuentemente en los restoranes del barrio y todos los años producía versiones teatrales de sus obras, mezclando actores reales con marionetas que él mismo confeccionaba. Según Andreas Brown, amigo de Gorey y dueño de la librería Gotham Book Mart de Manhattan, afirmaba: “existía esta falsa idea de que era un hombre melancólico y ensimismado. Pero no era un recluso. Era jovial y efervescente, y le encantaba reír”. Gotham Book fue una de las primeras librería en vender sus libros y actualmente es el lugar favorito de los goreyófilos, debido a la gran cantidad de merchandising del autor, posters, tazones y camisetas.
Ajeno a las reglas del anacoreta, Gorey permanecía en permanente contacto con el mundo exterior a través de los medios de comunicación, decía que tenía una autentica necesidad física de absorber información continuamente. Además de lector voraz, era también un cinéfilo empedernido y aficionado a todo tipo de productos televisivos. No hacia distinción entre tipos de cultura y discutía con la misma pasión los capítulos de Los Simpson o Las aventuras de La pequeña Lulú como las teorías de Wittgenstein o las obras de Emerson, a la vez que grababa en VHS todos los episodios de Buffy, la cazavampiros, seguidor ferviente de la serie que seguía mientras confeccionaba pequeñas ranas de peluche que cosía sin retirar la vista de la tele. En las entrevistas que concedía, a Gorey le interesaba más hablar de las películas que le gustaban que de sus propios libros, podía empezar comentando la etapa británica de Hitchcock para terminar con la nueva película de Jackie Chan.
A pesar de esta pasión por varios aspectos de la cultura contemporánea, los referentes directos y evidente de Gorey surgen del siglo XIX británico, del que provienen varios de sus escritores favoritos como Dickens o Jane Austen, de la que llegó a decir que, si su estilo de dibujo lo había adquirido admirando a ilustradores como Doré, su sensibilidad surgía directamente de los libros de la autora de Orgullo y Prejuicio. También se declaraba “irracionalmente interesado en el Surrealismo y el Dadá”, presente en la cualidad imaginativa de su escritura y su tendencia hacia el nonsense y el absurdo, como en su cuento “La lección práctica”, una muestra de escritura automática y onírica.
Si hay algo que define a Gorey más que cualquier otra cosa (más incluso que su condición de inclasificable, que tantos quebraderos de cabeza ha dado durante años a los libreros) es su particular uso del lenguaje, su amor por los arcaísmos, su manera de jugar con los vocablos, con sus significados, con las imágenes que puedan conjugar, así como el modo completamente personal de redactar buscando el matiz humorístico, no el sentido de las palabras sino el sonido las palabras (un efecto generalmente reforzado mediante una precisa e inteligentísima combinación de ellas), aun a riesgo de diluir la legibilidad del texto premeditadamente. “Escribo de modo que, dado que dejo de lado la mayoría de las conexiones, y muy pocas cosas están claramente explicadas, pueda sentir que estoy haciendo un daño mínimo a las posibilidades que pudieran surgir en la mente del lector”, comentó en una entrevista de The New Yorker en 1992.
Tal vez por eso Gorey odiaba a escritores como Henry James, a quien consideraba “el peor escritor en lengua inglesa”, debido precisamente a su prolijidad: “Son tan completamente exhaustivos sobre todo lo que escriben que terminas pensando: Bueno, ya me has pegado en la silla, eso es todo; ya no queda nada sobre lo que pensar, nada que cuestionar”. Esta reacción en contra de todo tipo de encorsetamiento creativo se fue intensificando con el tiempo, haciendo de Gorey un artista progresivamente más libre incluso de las ataduras que él mismo se había impuesto en un principio: “A medida que han ido pasando los años, he descubierto que prefiero no sufrir cuando estoy trabajando. Alguien me dijo en una ocasión que no importa si estás conquistando un imperio o jugando al dominó; sólo es otra manera de pasar el tiempo. Ahora creo que las primeras ideas son igual de buenas que aquellas que han sido revisadas interminablemente. Por supuesto, en la mayoría de mis dibujos soy considerablemente más meticuloso”.
Del under de los años cincuenta a ícono en los setenta, con herederos como Tim Burton, cuyo imaginario visual sería difícil de concebir sin tan particular precedente. Hoy los primeros libros de Gorey se publican en ediciones facsimilares por editoriales trasnacionales. Él, sin darse demasiada importancia como dibujante y escritor, decía: “Tomarse mi trabajo en serio sería el colmo del desatino”.
Esa mañana del 15 de abril de 2000, luego de unos segundos, el rostro del electricista de Gorey abandonó la mueca de risa, pronto comprendió que no se trataba de una broma, de una curiosa respuesta al cobro por su trabajo, sino que de un ataque fulminante al corazón del artista de 75 años edad, como un borrón negro y agresivo que acabó con su vida.
17-05-2020
Felipe Reyes F.